El agua parecía bajar más rápido que de costumbre; el cause estaba tan reseco como la garganta de un fósil milenario, y las barcazas varadas en los puertos esperaban la temporada de lluvias. El río conspiraba a su aire por un sendero que sabía de memoria, y que sorteaba a ciegas por los humedales del Medio Atrato desde los tiempos de Pedrarias, en que acompañó sin pasiones todo propósito colonizador. Por su sinuosa geografía un puñado de conquistadores subió con traje y espadas de fierro, resistiendo el embate de las flechas envenenadas que les llovían desde todas las orillas, rumbo a las remotas tierras del cacique Dabaibe en busca de “el dorado”…
Sus aguas torrentosas vieron pasar los bergantines que transportaban a los miles de esclavos africanos, que debían sacar de las tripas de la tierra el oro de las legendarias minas de Neguá. Fue testigo silencioso de su sufrimiento, de su encarnizada lucha por la libertad, de sus infructuosas fugas. Sus orillas y afluentes se convirtieron en un amasijo de lodo y sangre, de vida y muerte, por la despiadada sevicia de los capataces, y la inclaudicable obstinación de los cimarrones. Con el tiempo, en la cabecera de sus afluentes comenzaron a crecer pequeños palenques al son de los tambores, y un salvaje espíritu rebelde al amparo de las deidades del agua y de la noche.
Después de muchas batallas, no hacía mucho esas tierras les habían sido adjudicadas oficialmente como propiedad colectiva a las comunidades negras y grupos indígenas del medio Atrato. Pero la arrogancia y brutalidad de un puñado de hombres armados puede más que un decreto o que un dios de pueblo, y centenares de ellos surgieron de la noche a la mañana, como mensajeros de un Jai-baná —espíritu del mal—, a merced de intereses oscuros y mezquinos, para apropiarse de su madera, de sus tierras, de sus recursos, y convertir sus cultivos en combustible.
El prolongado verano se anunciaba como una premonición. El río se secaba dejando un peligroso bajío en “la curva del diablo”. Docenas de botes y lanchas se encallaban o naufragaban en la improvisada playa, apenas remojada por el agua; enceguecidos por el sol o debido a la impericia, muchos se arrojaban contra el banco de arena como ballenas suicidas a contraluz de la tarde. El río se secó y la playa siguió creciendo. Una mañana de septiembre amaneció roja y llena de cadáveres. Más de una docena de nativos y campesinos de los alrededores, habían sido asesinados despiadadamente y sus cuerpos masacrados, abandonados a su suerte. La noticia se extendió por el Atrato; se arrastró en la champa de los pescadores, junto al ronquido de los bocachicos y el aullido de los perros sin dueño, se multiplicó por las orillas del río, como la amenaza azarosa de un barrejobo: “nadie puede enterrarlos; que la creciente o los gallinazos den cuenta de ellos; o a todos se los va a llevar el diablo”, estaba escrito en la arena. Eran muchos los desaparecidos en la región. Algunos caseríos habían sido obligados por entero a errar como manadas de animales salvajes, internándose en lo más profundo de la selva oscura, y del olvido. Nadie volvió a saber de ellos. Venciendo sus miedos, decenas de mujeres llegaban en champas buscando a sus maridos. Algunas tuvieron la suerte de encontrarlos para acabar con su angustia de una vez por todas, y enjugaban sus cuerpos con lágrimas durante el día para que el sol no resecara sus heridas. Con la penumbra se iban a sus casas a cuidar a sus hijos porque en la oscuridad acechaban sombras fantasmales sedientas de sangre. Todos los días volvían en champas, con sus miradas lánguidas y perturbadas, como una procesión de plañideras a sembrar cruces y flores en la arena, y a desafiar con sus gritos y sus lamentos a los carroñeros y aves de la muerte que no daban tregua. Eran las viudas de la curva del diablo. Quienes pasaban, escuchaban sus alabaos y rezos atravesando el río como una maldición, y seguían su mirada perdida en la marisma de la selva verde en busca de respuestas.
De esto hace más de quince años. Nunca nadie ha sido condenado por esa masacre. Nadie, ningún grupo ha confesado ante la justicia el hecho como parte de su verdad; ni siquiera fue noticia de primera página en los medios nacionales… Hoy, miles de hectáreas de palma africana prosperan en la región, y sus dueños se pavonean en las gerencias, cargos públicos y ministerios. Jamás existirá una respuesta aceptable, que justifique tanta barbarie, tantas lágrimas, tanto dolor.
F. Sánchez Caballero.