
Diluvio de 1967 en el Darién –
Todo comenzó como una brisa tenue, un rumor a hojas cayendo, un presentimiento. Un leve rocío enjuagó la espalda tiznada de los que a esa hora aún quemaban palizadas frente a los ranchos de chonta. Finalizaba septiembre. Una llovizna menudita persistía, nocturna, terca y porfiada como el pico del pájaro carpintero.
La mañana no encontró la luz del sol y la noche siguió de largo sin consideraciones, sin remordimientos. Como un mal augurio, la llovizna apagó los troncos de los árboles centenarios que aún ardían en la plaza desde los primeros días.
El caserío era solo un boquete oscuro entre la selva húmeda. Un breve asentamiento apenas perceptible, inmaduro, indefenso, cabizbajo y sombrío entre la niebla. Sus chozas pardas no se veían unas a otras, sus señales de humo poco a poco iban desapareciendo.
Los machetes dormían clavados en el alar de los techos de palma, y el hacha en la estilla, mansa y proverbial; no había diferencia entre el día y la noche, afuera nada ocurría; solo la lluvia como una vena rota.
Así nos encontró octubre bajo ese cielo de nubes colgando de las barandas como puños de arroz, y esa llovizna que se repetía sin cansancio como una letanía, como un mantra húmedo.
El agua caía sobre la cordillera, sobre la montaña, sobre el platanal, respondiendo quizá a la maldición de un dios moribundo. Caía también sobre el lomo del morrocoy, sobre el oso hormiguero, sobre la pava congona. Sobre los guayacanes sin hojas y sobre los caracolíes… caía sobre el nido del pájaro macuá.
El río arrastraba palos y piedras, agua sucia, sapos, peces muertos, y un zumbido de tiestos infernales.
Un mes después tal vez, ningún trozo de leña ardía; los yesqueros de ojos de buey no producían chispas; el tiempo transcurría sin sol y sin luna, nadie lo sabía. El agua se filtraba por el techo de palma amarga sobre las guindas de hamaca, sobre el catre de lona, sobre la hornilla. La lluvia caía sobre el binde de piedra, sobre la cruz de mayo y la mata de yuca, sobre el tambo del indio, sobre la iguana, caía furtivamente sobre la tumba de Comagre.
Los cazadores se adentraban en la bruma verde de la selva, y sus cuerpos juagados y semidesnudos desaparecían rápidamente, como cocuyos en la noche oscura. Con el rabo entre las patas los perros auscultaban las guaridas repletas de agua, y los rastros viejos perdidos en la orilla del monte. Las gotas gordas, primitivas, despiadadas, chocaban contra el cristal de sus ojos, y rasgaban las hojas anchas.
La lluvia se mezcló con el barro de los caminos y con los aguacates y zapotes podridos y con el pie descalzo y con la herida.
Hombres y mujeres cruzados de brazos tiritaban sin siquiera un mal pensamiento, sin voluptuosidad, sin deseos, con sus rostros grises en silencio, y la mirada empozada como después del llanto, tras la nocturna enredadera de agua. —Cuarenta días —, decían en voz baja como leyendo un versículo, —no podremos aguantar más que eso. (F).