
Balboa, UN EXTRAÑO VISITANTE
Un día apareció él; con cabello corto y recién afeitado como esos trovadores de antaño que iban de pueblo en pueblo escribiendo trozos de poemas por un cigarro y un café, arrancando sin proponérselo suspiros a las muchachas. “Se manifestaba discreto en su conversación, dice el padre Alcides en Aviadores fantasmas, pero hablaba de la gran música del mundo con propiedad y cuando hacía un comentario sobre política internacional, lo expresaba con términos precisos, como hombre versado que sabe lo que dice.”…”Padecía de insomnio y a veces se ahogaba en una asfixia, que él mismo trataba con medicamentos que cargaba en su mochila”, continúa el padre Alcides en su libro. Se le medía a todos los oficios que se le encomendaban. Como cualquier campesino cortaba un árbol a punta de hacha o descargaba una recua de mulas con destreza. Se le veía ayudando a entechar una casa de palma en los convites comunales, o matando con una escopeta, una serpiente al otro lado del río.
Dormía en el cuarto de huéspedes del segundo piso, sobre la capilla de madera, en compañía de Jarbol, un fotógrafo de El Tiempo, que el padre Alcides llevaba regularmente desde Bogotá para hacer un registro de los avances urbanísticos del pueblo. Una noche sintió en su compañero reportero, las convulsiones inequívocas de un paro cardíaco y de inmediato le hizo unos masajes en el tórax y le dio respiración. Como antes se había hecho en caso de emergencias, el padre quería que la gente iluminara la pista con antorchas para llevarlo a Turbo a esa hora, pero él se opuso. En una hoja de su libreta garabateó unas palabras, la arrancó y se la entregó: – hay que aplicarle primero esta droga-, dijo. Medio día después ya en el hospital de Turbo y con el paciente a salvo, el doctor de turno le dijo que afortunadamente contaba con un buen médico en el pueblo, de lo contrario el paciente no habría resistido el vuelo. –No es un doctor- le dijo el padre,- es un visitante que me habló con tal convicción, que supe que sabía lo que hacía.
Desapareció tan misteriosamente como había llegado.
Meses después fue asesinado el Che Guevara en Bolivia. Una foto de su cadáver fue publicada en la primera página de el tiempo, todavía con su mirada aceituna retando a su victimario:”Tirá cobarde, no tengás miedo, tan solo vas a matar a un hombre”. La ruta de acceso hasta su cita con la muerte en selvas bolivianas, aún hoy sigue siendo motivo de debate.
Mucho tiempo después fui hasta la iglesia de Jesús Nazareno de Medellín a visitar al padre Alcides en su lecho de enfermo. Como viejos conocidos, conversaba con la muerte de forma apacible y recurrente. Tuvo cuatro accidentes graves con su avioneta colonizadora, pero nunca se habían visto la cara tan de cerca. Hablaba de Balboa con amargura y nostalgia. De los tiempos felices recién fundado el pueblo, de los sueños truncados y de su fascinación por los alcatraces. –En ocasiones me iba por la costa del golfo tan solo para verlos planear y apagaba el motor del avión para sentir esa sensación- decía. Había comenzado a morir el día en que le prohibieron volar por su escasa visión. – Me cortaron las alas literalmente-, dijo. Por asociación de nostalgias le hablé de mis vagos recuerdos sobre aquel enigmático personaje que había visitado el pueblo en sus inicios, pues yo estaba convencido que sus sospechas no eran infundadas. Su rostro pálido y envejecido pareció iluminarse, me hizo correr la silla hasta su cabecera y en tono de confesionario me dijo:- Mira, Jarbol, (el fotógrafo a quien él salvó la vida), me llevó al tiempo el registro fotográfico de las imágenes en blanco y negro tomadas ese otoño. Entre ellas encontré el rostro angulado de aquel extraño visitante. Sin barba y de pelo corto aparentaba menos edad que la del Che a la hora de su muerte. La comparé con la imagen que El Tiempo había publicado días antes, tomé un lapicero, rayé sobre aquella fotografía, le puse barba, bigotes y una cabellera descuidada… El resultado fue sorprendente. (F)